lunes, 10 de mayo de 2010

NACER DOS VECES, DESPERTAR


Despertar

A todas las que son madres

Por Sergio Hernández Gil

Habíamos caminado durante horas. Él se aferraba a mi mano como si temiera a la profundidad del mar; yo, tras sus pequeños y torpes pasos. Callados, sin vernos, íbamos como autómatas por un sendero, sin más voluntad que llegar a nuestro destino. Yo quería oírle decir mamá; quizá él esperaba que repitiera en voz alta lo que mi corazón decía con su latir apresurado: que lo amaba y que nunca lo dejaría ir, que no lo abandonaría.

Me sentía igual que la luna platinada dando a luz un unicornio.
Ví entonces su rostro: su melena blanca caía sobre los hombros, hacía resaltar sus ojos grises que me preguntaban si lo dejaría volar con el viento helado que venía del sur. Nunca supe del tiempo transcurrido: el sueño se interrumpía cada vez que cruzábamos un estrecho puente colgante que comunicaba las dos riberas de un río. Tan cerca estaba el agua que la veíamos chocar contra las rocas y cómo saltaba fragmentada frente a nosotros, estrella en erupción. Yo quise decir algo, pero de mi boca apenas brotó un tibio balbuceo, un eco sordo sofocado en mi garganta, una luz de voz tenue perdida en una gruta sideral.

Vuelvo hacia la oscuridad sin bordes. Soy una fogata que se va apagando en la madrugada lluviosa, deshojándome como un fénix calcinado, cuyas cenizas flotan en una noche inmensa. Escucho a mí alrededor voces agitadas, no logro entender qué sucede. Recuerdo, como una ráfaga en remolino, la llegada al hospital: un médico me dio analgésicos y me dijo que harían análisis para saber cómo estaba el bebé. ¿Cuánto tiene de embarazo? ¿es el primero? Me hizo recostar en una camilla mientras llegaba el momento del ultrasonido. “Sí, es el primero”, pensé y traté de mirarlo. Su rostro se desdibujaba ante mis ojos. Seis meses alcancé a decir con voz lánguida.

Un viento polar me recorrió esa noche de pies a cabeza: temblores y escalofríos fueron por horas mi único aliento. Un dolor intenso en la boca del estómago me consumía.

Algo no está bien -agregó, dirigiéndose a otro médico, a quien le dijo que me pusiera suero y me tomara la presión.

La ginecóloga que me había atendido desde el inicio de mi embarazo diagnosticó que el malestar que tenía era producto del cansancio y el estrés laboral. Mi jefa consideró que la fatiga y el dolor epigástrico no eran razón suficiente para darme la licencia que había indicado la doctora.

Esa tarde yo había llamado a Raúl para contarle lo que estaba sucediendo: le dije que iría a consulta con otro especialista, pues el dolor de estómago persistía pese a las pastillas. La hinchazón de manos y pies se extendía rápidamente a todo mi cuerpo; parecía que la cabeza me estallaría. Me preguntó si deseaba que viniera; yo le dije que no era necesario, que prefería esperarme para cuando fuera el parto. Campeche está muy lejos de Mérida y de todas formas no llegaría antes del día siguiente; así que iría yo sola al ginecólogo.

Rápido, amárrenla, está convulsionando -gritó el médico que me recibió esa noche en el hospital.

Tiene la presión muy alta fue lo último que escuché antes de elevarme a una oscura bóveda celeste.

Esa noche fue la primera vez que soñé al niño. Al principio no pude ver su rostro, acaso sólo que era pálido como nube. Lo encontré sentado en el quicio de una inmensa puerta, jugando con una vara seca entre las manos: las mismas manos que apretaban con mucha fuerza mi dedo índice y me jalaban siempre por el mismo camino. Yo podía envolverlas, al igual que la bruma vaporosa nos rodeaba mientras caminábamos ante amigos de Raúl y míos, quienes parecían no vernos. Íbamos por las mismas calles, siempre hasta llegar al puente, donde el espesor de la niebla nos impedía continuar.

El sueño volvió, no sé si cada noche o cada cuánto, pero se repitió infinitud de veces.

Apenas escuchaba el latido de mi corazón, muy suave y lejano y, sin saber qué era, el borboteo del oxígeno al pasar por la botella con agua antes de llegar a mis pulmones.

Esta vez el sueño fue diferente: el pequeño y yo, tras caminar un largo trecho, cruzamos el puente y llegamos hasta una playa, donde nos esperaba Raúl. Allí, el niño cogió también la mano de su padre y nos condujo a la puerta de la casa. Luego, hizo que Raúl tomara la mía. Fue hasta entonces, bajo su frente infantil, que miré sus hermosos ojos grises, como polvo de luces en una noche oscura. Su mirada me dijo que se iría con el viento helado que venía del sur. En ese momento, las olas salpicaron nuestras caras.

Entreabrí los ojos y no supe dónde estaba ni qué había sucedido. Sin saber la razón me sentía diferente. Con una debilidad inmensa, me llevé lentamente las manos al vientre y me noté mucho más delgada, pero no tuve fuerza para llorar. Sólo logré emitir un débil quejido: sentí el viento frío cruzar la habitación. La pesadez de los párpados no me dejaba despertar del todo, parecían tener vida propia; su voluntad era cerrarse, no abrirse nunca, sólo dormir, dormir. El instinto hizo que por fin pudiera ver. En la penumbra sólo alcancé a distinguir una esmirriada silueta dormitando en una silla. No pude reconocerlo, sino mucho rato después. Una rendija de luz entre las cortinas me dejó ver que Raúl tenía la barba crecida y un aspecto de cansancio infinito.

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jueves, 8 de abril de 2010

INDISPENSABLE LA INDEPENDENCIA CRÍTICA DE LA LITERATURA: CARLOS FUENTES


La literatura y la imaginación son consideradas superfluas

INDISPENSABLE LA INDEPENDENCIA CRÍTICA
DE LA LITERATURA: CARLOS FUENTES

Por Sergio Hernández Gil

Si queremos construir un sistema democrático es indispensable mantener la independencia crítica de la literatura en México, independencia crítica que inicia con la propia novela de la Revolución Mexicana a través de Mariano Azuela y es continuada con las obras de Martín Luis Guzmán, Rafael Muñoz y José Vasconcelos, señaló el escritor Carlos Fuentes.

“Crítica indispensable ayer, pero más indispensable hoy”, subrayó el prolífico autor, al dictar una conferencia sobre la Novela de la Revolución Mexicana en El Colegio Nacional, del que es integrante desde 1972, y la cual dedicó a su “joven-viejo amigo” Carlos Monsiváis, quien se encuentra hospitalizado desde hace unos días debido a una afección respiratoria.

Añadió: “La religión exige fe, la lógica demanda razón, la política solicita ideología, la novela pide crítica, crítica del mundo junto a crítica de sí misma, y aunque la literatura y la imaginación son consideradas superfluas en sociedades satisfechas de sí mismas, lo primero que hace una dictadura es censurar libros, quemarlos, y exiliar, asesinar o encarcelar escritores”.

Ante más de un centenar de personas reunidas en el Aula Mayor de este histórico recinto, el autor de La región más transparente señaló que se demuestra así la importancia de la literatura, “la libertad crítica de la imaginación y de las palabras”.

El novelista, cuentista y ensayista destacó como excepción a la regla que las revoluciones rusa y mexicana produjeran más rápidamente literatura en comparación con otros movimientos sociales como la revolución francesa o la independencia norteamericana.

Inició su disertación refiriéndose a lo raro que resulta que una revolución tenga de inmediato novelistas. Como ejemplo señaló al movimiento independentista de los Estados Unidos, en 1776, cuyas primeras obras en relación con esta etapa histórica se produjeron hasta 1820 con Nathaniel Hawthorne y Edgar Allan Poe.

Algo parecido sucedió, había explicado previamente, con la revolución francesa (1789-99), que produjo grandes oradores en ese periodo pero que fue hasta 1830, con Rojo y Negro de Stendhal (pseudónimo de Henry Beyle) y la novelística de Honorato de Balzac, cuando se produjeron las primeras obras que se refirieron a dicho momento de la historia francesa.

Tal vez las revoluciones rusa y mexicana sean las únicas que generaron obras literarias simultáneas o inmersas en los procesos revolucionarios. En Rusia, con Petesburgo de Andrés Biely (pseudónimo de Boris Bugaev), la obra del poeta Vladimir Mayakovski, y más tarde con Boris Pasternak, autor de Doctor Zhivago, que a la postre resulta una novela crítica de la revolución rusa.

La revolución mexicana, que se inicia como un movimiento contra la permanencia de Porfirio Díaz en el poder, es la única que presenta una respuesta literaria inmediata con Los de Abajo, escrita en 1915, en pleno proceso revolucionario, por el médico Mariano Azuela, quien estaba al servicio de Francisco Villa y su movimiento.

Mariano Azuela, maderista, dice Fuentes, recrea una novela épica afectada, desencantada, una suerte de “Iliada descalza”, de tal manera que Pancho Villa es también una especie de Napoleón mexicano. Uno de los personajes de la novela de Azuela, Demetrio Macías, quien representa al general villista Julián Medina, muestra la visión que tienen estos luchadores sobre su movimiento: “ahora nosotros, nosotros vamos a ser los meros catrines”.

Carlos Fuentes atribuye esta pronta respuesta de los escritores de la revolución mexicana y rusa a la gran extensión territorial y al elevado nivel de analfabetismo que existe, por lo que “se requiere en cierto modo con urgencia la palabra de la imaginación”.

En este contexto, se refiere también a Vámonos con Pancho Villa, de Rafael F. Muñoz, a Tropa Vieja de Francisco L. Urquizo y a la novela cristera Los Bragados, de José Guadalupe de Anda.

Más adelante en su conferencia, el autor de Aura habló sobre Al filo del agua, novela de Agustín Yánez, a La Sombra del Caudillo de Martín Luis Guzmán y a Pedro Páramo de Juan Rulfo, con la cual se cierra, afirmó, el ciclo de la novela de la revolución mexicana y de ahí se da paso a la novela urbana.

Analizó La sombra del Caudillo, escrita en 1928, ya cuando la sociedad mexicana transita “entre el caballo y el Cadillac”. Se trata de un caudillo que permanece en la sombra, que frustra, que hace trampa, es un titiritero.

Es la transición inicial hacia el México de nuestros días. El escritor tiene una voluntad estética, utiliza una diáfana prosa que ilumina y aspira conciliar el fondo con la forma.”Guzmán retrata a un poder político aún inseguro, que se mueve del cambio a la permanencia, de la bola a la institución”.

Al filo del agua (1947), Pueblo de mujeres enlutadas, Pueblo seco sin árboles ni huertos, es una novela coral, en la que el coro representa al pueblo, su gente. La obra, explica Fuentes, muestra una ruptura con la realidad, revela secretos de lo desconocido en un presente narrativo. Es un coro falsamente estático que contiene acción por venir, en el que la narración es interior, cuenta lo que sucede dentro de las personas, no fuera.

Este pueblo de mujeres enlutadas es un monólogo interior en el que rompe el silencio del pueblo y da voz al pueblo mudo, vence la linealidad de la historia con la diversidad y simultaneidad de las voces, todo en busca de la justicia que traería la revolución.

Antes de Yáñez, en la novela mexicana, la de Azuela y de Guzmán, se habían narrado los hechos de modo directo y continuo, como lo exigía la norma realista. El autor de Al filo del agua nos presenta no un nuevo realismo sino la ruptura de la realidad.
Se extiende, entusiasta, Carlos Fuentes en la obra de Juan Rulfo, Pedro Páramo. Hay en esta novela modernidad narrativa, con sedimentos de la influencia del género proclamado por Yáñez. Tradición asumida por Juan Rulfo, quien “despoja al cacto de espinas y nos las clava como un rosario en el pecho; toma la cruz más alta de la montaña y nos revela que es un árbol muerto en cuyas ramas cuelgan, sin embargo, los frutos sombríos y dorados de la palabra”.

Establece un paralelismo en la búsqueda que hace Juan Preciado de su padre Pedro Páramo con la de Telémaco a Ulises. Preciado es abandonado a las puertas del infierno, Comala. Establece la novela en tiempos simultáneos, un eterno presente.

Susana San Juan, la mujer que sueña de niño, abre una ventana anímica que acabará por destruirlo, señala Carlos Fuentes. La fisura del alma de Pedro Páramo fue el sueño con Susana San Juan. Negar el mito sería negar el lenguaje, en la voz de Rulfo el origen del mito es el origen del lenguaje. El nombre original de la novela es Los Murmullos.

Es una novela insuperada, quizá insuperable, agrega Fuentes, quien atribuye a Páramo el carácter de Tlatoani, que en lengua náhuatl quiere decir “el de la voz”, que en realidad es el cacique que condena a Comala a muerte, la condena al silencio, pero que no sabe que en la muerte nace el silencio.

Establece entonces una identidad de la muerte con el mito, las dos “emes” que coronan todas las demás antes de que las corone el nombre mismo de México. Es una novela misteriosa, mística, musitante, murmurante, mugiente y muda. Páramo deja morir a Comala porque no puede poseer a Susana San Juan en su propia esfera verbal, en su voz.

"Pedro Páramo se resume en el espectro de nuestro país: un murmullo de polvo desde el otro lado del río de la muerte", dijo.



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lunes, 22 de febrero de 2010

LA ROSA DE PARACELSO


Por Sergio Hernández Gil

A través de la historia de Paracelso y de Johannes Grisebach, quien pretende ser discípulo del mago y alquimista, el escritor argentino Jorge Luis Borges, recrea una magnífica parábola, la cual ‑de acuerdo al principio estético‑ puede tener múltiples lecturas.

La más clara de estas interpretaciones atañe al hecho de que la capacidad creativa es más que nada un acto de fe plena, y que es la palabra, punto de partida y fin al mismo tiempo, el vehículo único para lograrlo. De alguna manera, el autor nos lleva a pensar también que la creación tiene un origen divino.

El aspirante a discípulo, o sea Grisebach, pretende pagar con oro los servicios del maestro, a quien por cierto le pide como prueba de sus habilidades destruir una rosa y hacerla resurgir de la ceniza, a lo que Paracelso responde: “Me crees capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos en oro y me ofreces oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa, no serás nunca mi discípulo”.

Cuando Grisebach se percata de su error, dice a Paracelso “Quiero que me enseñes el arte. Quiero recorrer a tu lado el camino que conduce a la Piedra”. El maestro le responde entonces: “El camino es la Piedra. El punto de partida es la Piedra”. Le está diciendo que para ello es necesario primero comprender la esencia de las cosas, y que sólo es posible partir de ahí para realizar una creación, algo que tenga que ver con el arte. “Cada paso que darás es la meta”, añade Paracelso, para mostrarle que el camino al arte requiere disciplina, trabajo, crecer poco a poco.

El discípulo, incrédulo, pregunta: “Pero, ¿hay una meta?”. Paracelso responde entonces que sus detractores le llaman impostor y que no les da la razón y da a entender que lo único que puede afirmar es que hay un camino.

El aprendiz le pide recorrer ese camino junto a él, Paracelso, pero es incapaz de tener fé, y a los ojos del maestro, incapaz de crear. “Déjame ser testigo de este prodigio. Eso te pido, y te daré después mi vida entera”, solicita al mago el aspirante a discípulo cuando le pide ver cómo resurge la rosa de entre las cenizas.

El maestro se niega y le dice: “No he de menester la credulidad; exijo la fe”. En la discusión, Grisebach rechaza de alguna manera la petición de Paracelso y niega su fe en la divinidad.

Paracelso le dice que si incendiar esa rosa, creería que ha sido consumida, y que la ceniza es verdadera. “Te digo que la rosa es eterna y que sólo su apariencia puede cambiar. Me bastaría una palabra para que la vieras de nuevo”.

El aspirante a su discípulo duda de ello y le dice que no importa cómo lo haga. A él lo que le importa es ver desaparecer y aparecer la rosa. Paracelso afirma que este prodigio no le daría la fe que busca, pues pensaría que es algo impuesto por la magia de sus ojos.

Le recrimina entonces que se atreva a dudar de él, pero el aspirante a discípulo exige de nuevo la prueba y arroja la rosa a las llamas. Paracelso se niega a devolver la rosa a su estado original y el muchacho piensa que el maestro miente, siente lástima por él, se lleva las monedas de oro que había ofrecido cuando llegó.

Paracelso en la soledad hace resurgir la rosa. Es la duda entonces lo que hace perder al muchacho la oportunidad de aprender de un maestro, no es un digno discípulo, no tiene fe, está imposibilitado para el arte.
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