lunes, 22 de febrero de 2010

LA ROSA DE PARACELSO


Por Sergio Hernández Gil

A través de la historia de Paracelso y de Johannes Grisebach, quien pretende ser discípulo del mago y alquimista, el escritor argentino Jorge Luis Borges, recrea una magnífica parábola, la cual ‑de acuerdo al principio estético‑ puede tener múltiples lecturas.

La más clara de estas interpretaciones atañe al hecho de que la capacidad creativa es más que nada un acto de fe plena, y que es la palabra, punto de partida y fin al mismo tiempo, el vehículo único para lograrlo. De alguna manera, el autor nos lleva a pensar también que la creación tiene un origen divino.

El aspirante a discípulo, o sea Grisebach, pretende pagar con oro los servicios del maestro, a quien por cierto le pide como prueba de sus habilidades destruir una rosa y hacerla resurgir de la ceniza, a lo que Paracelso responde: “Me crees capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos en oro y me ofreces oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa, no serás nunca mi discípulo”.

Cuando Grisebach se percata de su error, dice a Paracelso “Quiero que me enseñes el arte. Quiero recorrer a tu lado el camino que conduce a la Piedra”. El maestro le responde entonces: “El camino es la Piedra. El punto de partida es la Piedra”. Le está diciendo que para ello es necesario primero comprender la esencia de las cosas, y que sólo es posible partir de ahí para realizar una creación, algo que tenga que ver con el arte. “Cada paso que darás es la meta”, añade Paracelso, para mostrarle que el camino al arte requiere disciplina, trabajo, crecer poco a poco.

El discípulo, incrédulo, pregunta: “Pero, ¿hay una meta?”. Paracelso responde entonces que sus detractores le llaman impostor y que no les da la razón y da a entender que lo único que puede afirmar es que hay un camino.

El aprendiz le pide recorrer ese camino junto a él, Paracelso, pero es incapaz de tener fé, y a los ojos del maestro, incapaz de crear. “Déjame ser testigo de este prodigio. Eso te pido, y te daré después mi vida entera”, solicita al mago el aspirante a discípulo cuando le pide ver cómo resurge la rosa de entre las cenizas.

El maestro se niega y le dice: “No he de menester la credulidad; exijo la fe”. En la discusión, Grisebach rechaza de alguna manera la petición de Paracelso y niega su fe en la divinidad.

Paracelso le dice que si incendiar esa rosa, creería que ha sido consumida, y que la ceniza es verdadera. “Te digo que la rosa es eterna y que sólo su apariencia puede cambiar. Me bastaría una palabra para que la vieras de nuevo”.

El aspirante a su discípulo duda de ello y le dice que no importa cómo lo haga. A él lo que le importa es ver desaparecer y aparecer la rosa. Paracelso afirma que este prodigio no le daría la fe que busca, pues pensaría que es algo impuesto por la magia de sus ojos.

Le recrimina entonces que se atreva a dudar de él, pero el aspirante a discípulo exige de nuevo la prueba y arroja la rosa a las llamas. Paracelso se niega a devolver la rosa a su estado original y el muchacho piensa que el maestro miente, siente lástima por él, se lleva las monedas de oro que había ofrecido cuando llegó.

Paracelso en la soledad hace resurgir la rosa. Es la duda entonces lo que hace perder al muchacho la oportunidad de aprender de un maestro, no es un digno discípulo, no tiene fe, está imposibilitado para el arte.
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